El veneno mexicano que intoxica el amazonas

por
Alejandro Saldívar, Daniel Wizenberg y G. Jaramillo Rojas

En las entrañas de la Amazonia peruana y boliviana se amalgama el oro con mercurio ilegal producido en México. La comunidad Harakmbut ha sufrido los estragos de la minería: contaminación de ríos, deforestación, desplazamiento y sometimiento. Del mercurio al oro hay una selva en riesgo.

Extracción de oro en la reserva comunal Amarakaeri, Madre de Dios, Perú. Foto: Alejandro Saldívar

MADRE DE DIOS, Perú.- Larri Ihuizi Keontehuari suele llevar en su bolsillo alguna pepita de oro que vende por 220 soles (60 dólares) el gramo. Es un hombre menudo, de mirada esquiva y a sus 31 años es el presidente de la comunidad Harakmbut de Puerto Luz, en el sudeste de la Amazonia peruana, donde las comunidades indígenas pueden extraer oro de su territorio sin pedir autorización al gobierno. Incluso, como hace Larri, pueden traer invitados no indígenas para que lo hagan.

Para amalgamar en una sólida piedrita los granos brillantes y amarillos que se filtran en el lecho del río Karene, los mineros que llegan cada día a Madre de Dios desde todo Perú, autorizados o no, necesitan hacer un montoncito y echar unas gotitas de mercurio. Hacen falta entre tres y siete gramos de azogue para producir un kilogramo de oro.

Puerto Luz, cobijada por una vegetación espesa, tiene 62 mil hectáreas, 500 habitantes y es una de las 10 comunidades de la reserva comunal Amarakaeri en la provincia del Manu, región Madre de Dios. Para llegar, los mineros gastan al menos 100 dólares tomando dos embarcaciones y tres camionetas-taxi.

En la entrada a la comunidad hay una cancha de futbol que al mismo tiempo funciona como plaza central. Alrededor, casas de madera sin ventanas ni servicios sanitarios crujen por la humedad. En una de ellas se lee la frase: “Al que mucho nos critica algo de nosotros le picó”. En la maleza, un par de gallos husmean perdidos entre botellas de plástico y cartuchos de caza. Entre ligeros vientos selváticos y música de largos días de borrachera, una iglesia evangélica tutela la cotidianidad del pueblo.

Larri Ihuizi Keontehuari, presidente de la comunidad Harakmbut de Puerto Luz. Fotos: Alejandro Saldívar

Larri vive al lado de la iglesia. Sus agrietadas manos permanecen entrecruzadas mientras intenta explicar cómo llegó a liderar su comunidad. Fue azar, él nunca lo quiso, nunca lo pidió y ahora está intentando descifrar sus responsabilidades. A diferencia de sus predecesores en el cargo, sus ojos relucen cuando se le pregunta por el oro: “Estoy a favor de la minería artesanal”, dice. Y se apagan cuando se le pregunta cuál es el problema más grande que tiene la comunidad. Larri piensa una respuesta, observa detenidamente la piedrita de oro de unos tres gramos que dejó refulgente sobre la mesa y, al no tener nada que decir, termina por estacionar sus ojos en una ligera llovizna que vuelve grises las copas de los árboles.

En la parte baja del pueblo está la casa de Jorge Tayón Keddero, el encargado de la seguridad comunitaria, quien a sus 70 años percibe cómo se desmorona la cosmogonía de su pueblo. Es un hombre corpulento que ha trasladado su fuerza física a la mente: “Qué importa el hombre si no hay tierra para trabajar”, “qué importa el trabajo si el beneficio es para otros”, “qué importan los otros si no luchan por el bien común”. Calla. Al silencio lo cubren sus lágrimas. Jorge no está de acuerdo con invitar extraños, vive amenazado por mineros ilegales y opina, mirando barranco arriba, que a veces las personas se dejan seducir por el oro olvidando sus raíces.

Jorge Tayón Keddero, defensor ambiental de la comunidad Harakmbut. Cacao contra el oro. Fotos: Alejandro Saldívar

orge dice que hay alternativas para combatir la egoísta fiebre del oro: está plantando un cacao de alta calidad que fue premiado en Bélgica: “Y para eso no hace falta mercurio ni arrasar más selva”.

Ruben Timelensuki, el antecesor de Larri, está de acuerdo con Jorge. En la maloca que habita con su numerosa familia guarda un tarrito de mercurio El Español, al lado de su televisor de 42 pulgadas. Cada tanto se hunde en alguna ribera y extrae algo de oro para ganar unos cuantos soles.

Ruben Timelensuki muestra una botella con mercurio para amalgamar oro. Fotos: Alejandro Saldívar

Explotación retrógrada

Entre 1932 y 1968 la empresa Chisso desechó en la bahía de Minamata, al sur de Japón, 80 toneladas de mercurio. Lo usaba para producir acetaldehído, el componente con el que se hacen los saborizantes de alimentos. Miles de personas y animales se envenenaron comiendo los peces imbuidos en mercurio del mar Shiranui. Desde entonces a quienes se intoxican con esa sustancia se les diagnostica con la enfermedad de Minamata: un síndrome neurológico que afecta los sentidos y las neuronas motoras. Por eso el convenio mundial que prohíbe el mercurio tiene el nombre de esa ciudad.

Este metal pesado –también llamado azogue– se usa para producir cloro gaseoso, sosa cáustica, baterías, interruptores, electrodos y pesticidas. Con el fulminato de mercurio se detonan explosivos y con el vapor de mercurio se revelaban, en un principio, las fotografías. Mercurio es también un dios griego, alado e inquieto mensajero por el que el planeta y el elemento Hg de la tabla periódica se llaman mercurio.

Hg significa hydrargyrum: plata líquida. Produce aleaciones desde hace milenios: con él los griegos hacían pomadas y los romanos cosméticos. Mercurio es el planeta que según los astrólogos cuando está en retroceso le baja la energía a los humanos. Y también es el componente que en los termómetros analógicos informa la temperatura. En la selva peruana; sin embargo, no mide, sino que hace subir la fiebre del oro. 

La amazonia peruana. Desolación. Foto: Alejandro Saldívar

En la región Madre de Dios se produce la mitad del oro peruano, según el Ministerio de Energía y Minas del Perú. Para eso deforestan el equivalente a 2 mil 500 campos de futbol por mes. En el corazón de la selva el mercurio líquido “99%” se consigue en un paraje desarrollado sobre uno de los desiertos que deja la tala indiscriminada: se llama Delta 1 y está a unos dos kilómetros de Puerto Cruz.

Es un barrio con casas a medio construir, sistemas de desagüe a la vista, perros husmeando la basura y escombros apilados en las esquinas de calles enlodadas. Donde antes había una selva prístina, lo único que crecen son las ambiciones de los mineros, los negocios de ferretería de excavación y el furtivo despacho de tragos y mujeres a precios neoyorquinos. No en vano los mineros le llaman, entre risas, “Delta One”.

Delta 1 está rodeada de incontables montañas de tierra de unos cinco metros, infraestructuras de succión y resbaladillas que revientan la tranquilidad de la selva con motores fabriles: una minería artesanal autorizada por el gobierno, a gran escala y con máquinas. Pero escasea el control: el 78% de los mineros concesionados por el gobierno son personas físicas que no van a la mina: alquilan sus máquinas a hombres de todos los oficios que llegan de todo Perú en busca de un dinero que jamás conseguirán en las ciudades.

Sistema de extracción de oro en Madre de Dios. Foto: Alejandro Saldívar

75 de los concesionarios de Madre de Dios también están autorizados por el gobierno para comprar mercurio. Según investigó el Center for Advanced Defense Studies, varios de ellos fueron denunciados por minería ilegal, como el exdiputado y candidato a gobernador de la región Eulogio Amado Romero Rodríguez. La consultora Macroconsult S.A. calculó que la tercera parte del oro que vende Perú –principalmente a Canadá, India y Suiza– se extrae de forma irregular.

En Delta 1 un restaurante puede ser un motel, una agencia para enviar dinero o una joyería que no vende, sólo compra oro. En ningún lado se anuncia “venta de mercurio”, pero preguntando se consigue como si fuera arroz o Inca Kola. La botellita de 100 gramos la venden a 60 soles (15 dólares) y la de 500 gramos a 270 (70 dólares). Se consigue a un precio similar a tres horas de ahí, al borde del kilómetro 108 de la ruta transoceánica, en el paraje La Pampa, donde se han hallado fosas clandestinas con huesos incinerados, donde la ONG Capital Humano y Social (CHS) descubrió burdeles con 80 mujeres víctimas de trata de personas y donde según un estudio publicado en la revista Nature los niveles de contaminación por mercurio son similares a los de las zonas industriales de China.

Minería artesanal en el lecho del río Karene. Foto: Alejandro Saldívar

Tráfico legal

La marca de mercurio El Español –reconocible por su logo de un torero haciendo pasar un toro– es la más conocida. Se consigue tanto en Perú como en Bolivia. En el dorso de la botella se lee: “Con Dios todo, sin él nada”. El dueño de la marca es Alfredo Triveños, condenado por tráfico de mercurio en 2016, después de recibir el premio “a la mejor empresa peruana del año” en 2012. En su página web Triveño comparte memes con frases como “hay una gran diferencia entre renunciar y saber que ya tuviste suficiente”. No claudicó: en los registros del distrito de Callao, en Lima, la empresa de Triveño aparece como agencia de turismo, aunque también lo delata su usuario de e-mail: mercury@qnet.com.pe.

Los vendedores de mercurio aprovechan la fama de El Español y reutilizan botellas o falsifican las etiquetas. El metal es tan pesado que medio kilo entra en un pequeño frasco de 40 mililitros. También se consigue un “mercurio alemán”: es rojo y lleva el emoji de una calavera y la leyenda “apto para tareas nucleares”. Pero como El Español (que no tiene nada que ver con España), es un marketing de comercialización: es el mismo mercurio pero con colorante rojo.

“El éxito no se mide por lo que logras sino por los obstáculos que superas”, posteó en su cuenta de Facebook Óscar Gandarillas, un hombre alto y morrudo de unos 50 años, que vive en La Paz, la capital de Bolivia. Óscar le va al club de futbol Bolívar y es dueño de Handyman, una importadora boliviana de artículos de ferretería.

A Óscar le gusta la minería: sigue a la compañía de maquinaria china Xinhai Mining en las redes y le da like a los videos en los que muestran cómo los chinos procesan el oro en Tanzania. Óscar no hace nada ilegal: no hace falta ser un traficante porque cualquiera puede comprar y vender mercurio en Bolivia en ferreterías, el Marketplace de Facebook o Mercado Libre, sin pedir permiso ni ir preso. Y hace poco avisó en su muro: “Llegó mercurio El Español, es el original”. Salía a 850 pesos bolivianos el kilo (123 dólares). Otros avisos, publicados durante mayo en Marketplace, especifican: “Hay mercurio plateado, original mexicano”.

Presencia de cianobacterias (algas verdeazuladas) en los territorios explotados de Madre de Dios. Foto: Alejandro Saldívar

El contrabando

La exfiscal Karina Garay es la “Mujer Maravilla”, según una nota de la BBC. La sala de su casa, ubicada cerca del centro de Cusco, es un salón colonial atiborrado de óleos con retratos religiosos que coleccionaron sus abuelos: “Desde chica me ha interesado la conciencia social y el cuidado del medio ambiente, y me he enfrentado a los poderes que no piensan en él”.

Karina es una mujer de baja estatura, pero de voz fuerte y palabra precisa. Es jovial a la hora de hablar de su mote pero se pone seria cuando profundiza en lo difícil que ha sido ganarlo. Como fiscal persiguió a traficantes de todo tipo y por eso en 2020 fue la mujer del año en Perú. El reconocimiento se lo otorgó el entonces presidente Martín Vizcarra, gracias a “su valentía y compromiso con la legitimidad del poder judicial”. Pero por no dejarse corromper, dice, tuvo que renunciar.

La exfiscal peruana Karina Garay. Fotos: Alejandro Saldívar

Después de decomisar azogue en varios operativos asegura que el mercurio “viene de México” y que después de circular por Bolivia, entra a Perú escondido en botellas de yogurt. La marca láctea más conocida de Bolivia es Tiwanaku y su lema es “Por un planeta saludable”. Además, para Karina Garay el mercurio lo cruzan de Desaguadero a Puno algunas mujeres andinas debajo de sus polleras tradicionales: “Pobres cholitas, en general no saben que están siendo usadas como mulas”.

Campamento de tala en la amazonia peruana. Foto: Alejandro Saldívar

Hay varios pasos fronterizos entre Bolivia y Perú. Desaguadero, al sur, es el más transitado y comercial, pero otra de las fronteras, 900 kilómetros al norte de ahí, cerca de un corredor deforestado por industrias madereras, a la altura de un paraje llamado San Lorenzo, es simplemente una casa verde de no más de 100 metros cuadrados al final de una bifurcación de la ruta 30C, que desemboca en Brasil.

En medio de un bosque subtropical de tierra rojiza esa casa oficia como aduana y punto de seguridad limítrofe. Edwin Pari, nacido en Tacna hace 25 años, es el policía y el casero del lugar. Lo acompaña Cuto, un perro criollo sin cola. Lleva puesta una camiseta de la Juventus, unos jeans cortados a los muslos y sandalias de tela.

Unos 100 metros detrás de esa casa se puede imaginar una línea de frontera entre largos y tupidos árboles, dos conos de tránsito caídos y un pequeño obelisco de un metro de alto que dice: “Bolivia”. Hay dos posibles problemas para cruzar caminando esta frontera. Uno es saber dónde se pisa: hay que evitar enlodarse las piernas. El otro, según Juan Carlos Sotomayor, un policía que ayuda a Edwin patrullando la zona en moto, es que esta es también una ruta de tráfico de personas y de sustancias ilícitas.

Juan Carlos Sotomayor, policía fronterizo en los límites de Perú con Bolivia. Fotos: Alejandro Saldívar

Este reportaje fue producido gracias al GRID-Arendal Investigative Journalism Grant 2022 y al apoyo del Rainforest Journalism Fund del Pulitzer Center.